viernes, abril 28, 2006

Rosas



Apenas rozó las espinas puntiagudas sintió un incesante dolor, sin embargo fueron los suaves y frágiles pétalos los que provocaron la herida...

Errores


Resopló. Miró a su derecha; luego a su izquierda y se encontró en un lugar desconocido para él. Apenas podía ver y todo estaba a oscuras. Se encontraba tumbado, inmóvil y notaba una tirantez extraña en la cara. Justo encima de él había una especie de puerta, o era más bien una trampilla. La fue abriendo poco a poco y un conjunto de chillidos recorrió al unísono su cabeza. Cuando se calmaron se levantó, cogió el cáliz y las hostias y comenzó a devorarlas. Llevaba dos días sin comer...

viernes, abril 21, 2006

Aquella escena de los 40


Y allí estábamos. Al final de una conversación que terminaría con el surco dejado por la ceniza de un cigarro en alguna parte de mi pantalón. Nunca llegábamos a nada más. Empezaba a estar ciertamente cansado. La miraba de soslayo cuando ella creía estar viéndome de perfil, y he de decir que esa figura entre sombras con las piernas cruzadas y esa pose con el cigarro le daba un toque de película de los cuarenta. Todo lo demás era absurdo. Un viejo reloj de pared señalaba las ocho menos cuarto de la tarde. La noche empezaba a caer, si es que no había caído ya, pues las persianas en aquella casa siempre estaban bajadas. Seguía hablando sobre todo el mal que le había hecho. Yo, con mi gabardina aún puesta y el sombrero sobre la cabeza, escuchaba impasible. Todos los días la misma cantinela. Le había destrozado su vida. Pobre infeliz. Jamás tuvo vida para poder ser destrozada. Seguía mirándola de soslayo y ella... ella me miraba de perfil. Jamás tuvo vida. Llevaba tanto tiempo con ese cruce de piernas y ese cigarro en la mano que se le había olvidado que jamás tuvo vida. Le dio una calada a su cigarro. Yo seguía al final de la habitación, con mi sombrero y mi gabardina perfectamente puestas, ojeando el periódico del día. –Me has destrozado la vida- repetía constantemente. No se salía nunca de esas cinco palabras – Me has destrozado la vida-. Para quien no esté acostumbrado esa sonatina parecería eterna. Sólo paraba para dar caladas a ese cigarro que siempre se le consumía en la mano y siempre reaparecía para volver a ser consumido. Yo ya estaba acostumbrado. Eran muchos años de aguantar con el sombrero y la gabardina aún puestas que terminara su cigarro y se fuera a dormir. En el fondo me daba pena. Siempre fue un ser infeliz, una demente que no encontró su camino. El whisky sabe mucho mejor en soledad, cuando la luz de la noche entra por las rendijas de las persianas y el reloj de pared parece que retumba dando pasos. Ven, ya me ha manchado el pantalón. Ya lo dije en la primera línea que esto terminaría así. A decir verdad ya no la miro de soslayo. Sabía que esto iba a ocurrir y me lo esperaba con cierta inminencia. Nunca llegamos a nada más. Cada vez que me quema el pantalón con la ceniza rompe a llorar con un llanto desconsolado. De niña de nueve meses. Es en este momento cuando, con mi gabardina y mi sombrero aún puestos, me acerco a ella dejando el periódico a un lado tras beber de un trago el vaso de whisky. Ella se agarra a mi sin pronunciar palabra. Me desabrocho la gabardina y la tapo del frío con ella, de la soledad. No tiene fuerzas para decir nada, y sólo me mira de perfil, con los ojos vidriosos de niña de nueve meses. Todas las noches pasaba lo mismo. Ella, cansada de consumir días, yo, cansado de alumbrarlos. Al final, en un sollozo imperceptible, consigue decirme al oído – Me has destrozado la vida, Vida- y yo, como ella sabe, siempre le contesto lo mismo – Me has destrozado la muerte, Muerte-. Y allí termina todo, hasta el día siguiente, en el que probablemente nos volvamos a encontrar con una escena de cine de los cuarenta... ella fumando vidas, y yo... yo con la gabardina y el sombrero aún puestos...