miércoles, octubre 27, 2010

"Te odiaré amando por siempre"

Después de juguetear nervioso con el cigarro que recientemente había liado, sostuve la mirada en aquel viejo tren que otrora me llevara a recorrer paisajes. Ahora dormitaban sus músculos de metal en la terminación de una igualmente vieja vía muerta. Es cierto que su traqueteo comenzaba a ser molesto, tan acostumbrados hoy en día a viajes en exprés, pero no envidio, ni envidiaré, una jubilación tan carente de orgullo como aquella. Guardo en la pitillera el cigarro, manoseado hasta la saciedad, con el que jugueteaba hace apenas unos minutos; por contra saco de ella otro cigarro perfectamente regular, ajeno a mi dicha en el uso del tabaco de liar y con carmín rojo en uno de sus  extremos algodonados. No puedo dejar de sonreír al comprobar, con enorme melancolía, el humo que desprende en los interludios que suponen la sinfonía del fumador.

Se llamaba Jacqueline aquella morena de tez blanca donde nunca se ponía el sol. Sus ojos grandes y brillantes y una sonrisa que más que sonrisa era una mueca mellada por la experiencia. El pelo ensortijado en bucles perfectos, sus orejas pequeñas, su pecho acoplado a un corsé que no dejaba respirar más que a las fantasías de los hombres. Su boca menuda, sonrojada, viva... su cuerpo pequeño, delgado, sugerente en formas... su mente privilegiada en los momentos que no está ahogada por el opio o el alcohol. Hubiera sido, y sin duda lo era, musa de los poetas más bohemios de la ciudad. Por suerte para mí, y desgracia para ella, fui a conocerla una noche en la que había luna llena.

Vestía mi gabardina beige, mi sombrero marrón y unos zapatos a juego con el traje gris marengo que suelo llevar a este tipo de citas. Había quedado en el Mary Street, como todos los domingos, con dos viejos amigos que lo eran igualmente de lo ajeno. Aquel antro tenía todo lo necesario para hacerme sentir vivo. El humo, el whisky, el jazz, las partidas de póker hasta altas horas de la noche y la mirada furtiva de una morena con el pelo a lo bailarina de can- can al final de la barra, pero aquello, amigos míos, forma parte de otra historia. Aquella noche de aquel domingo pertenecía a esa clase de noches en las que los susurros ahogados, los llantos quedos y los gritos cortados sorprenden a más de uno con desconocidos al otro lado de la cama. No era mi caso; jamás fue mi caso.


La primera vez que me presentaron a Jacqueline llevaba un vestido negro ensortijado que cubría su cuerpo y media alma. Acompañaba del brazo a uno de mis amigos, quien aseguraba habérsela sustraído a un importante hombre de negocios local. Intercambiamos saludos y poco más poco dadivoso como soy a hacer concesiones y cumplidos.

La segunda vez que me presentaron a Jacqueline acompañaba del brazo a mi otro amigo, quien aseguraba habérsela sustraído a un viejo compañero de fatigas perdido por el alcohol y por los celos. En aquella ocasión el largo vestido negro del anterior encuentro había dado lugar a un vestido de tirantes, ocre, mucho  más corto que el anterior y recogido por un cinturón que resaltaba su cintura, un pañuelo que cubría su peinado y un bolso grande donde guarecerse del frío en noches de tormenta. No es baladí este comentario pues de esta guisa solucionamos la inclemencia meteorológica en el trayecto hacia mi apartamento en una luminosa, pero lluviosa, noche de luna llena. No recuerdo bien cómo me convenció para que la invitara a aquel cuchitril que tenía como casa. No recuerdo cómo me dejé embaucar por la cordialidad de una aparente inocencia y la lucidez de unos ojos sospechosos en matar corazones. No recuerdo cómo abandoné a mi amigo con su acompañante colgada de mi brazo. No recuerdo, en definitiva, cómo acerté a introducir la llave en la cerradura cargado de alcohol y de deseo. De lo que no guardo olvido alguno fue de cómo caí rendido al sueño nada más proceder con la botella de vino reservada para ocasiones especiales. A la mañana siguiente Jacqueline ya no estaba allí. En su lugar había un importante vació en el lugar que debía ocupar aquel destartalado televisor en blanco y negro que tenía por costumbre ver a la hora del almuerzo. También faltaba mi cartera, mi deseo y mi orgullo. Por contra había un número de teléfono apuntado en el espejo del cuarto de baño y una breve nota que invitaba a llamar si quería recuperar todo lo perdido.
         
 La tercera vez que me presenté a Jacqueline fue tras concertar una cita a través del número de teléfono que encontré en el espejo de mi cuarto de baño. Me sorprendió ver que acudía a ella con un televisor en blanco y negro exactamente igual al mío; también venía con mi cartera y sin duda alguna no se olvidó de devolverme cualquier tipo de deseo... pero lo que jamás recuperé fue el orgullo. En aquella tercera ocasión vestía una gabardina beige y un sombrero marrón, y por nada del mundo sugeriría que sólo iba vestida con una gabardina beige y un sombrero marrón, pues a ello se le sumaba un corsé y braguita de un sombrío gris marengo y, por supuesto, zapatos a juego. Aquella noche no llovía, aunque el rechinar de dientes resultara en ruidos que los más puristas podrían considerar plagio de los truenos. Amé a aquella mujer en cada uno de los pliegues de su cuerpo. Amé cada lunar, contados concienzudamente uno a uno para recorrer con ello el Paraíso. Amé sus mentiras y mucho más sus verdades. Amé sus manos, sus pies, sus muslos, sus pechos, sus zonas más íntimas y hasta las más etéreas. Amé su cobardía, su tenacidad, su cordura, su adicción, su inteligencia y sus complejos. Amé que me amara y amé los versos que brotaban de sus labios. Amé hasta el día que recordé, maldito día, que aún debía devolverme el orgullo. Aquel día le sustraje, mientras dormía, su pequeña pitillera plateada. En mi vida vi unos cigarros tan perfectamente liados, uniformes, simétricos... unos al lado de otros como un ejército perfectamente adiestrado. Cuando despertó le propuse el intercambio justo de mi orgullo por su pitillera. Ella sonrió. Aseguró que no tenía mi orgullo, que jamás se lo había llevado. No le supe responder nada. Ella empezó a llorar y me pidió, por favor, que le diera uno de sus cigarrillos. Saqué su pitillera y le acerqué uno de esos soldados de instrucción perfecta. Ella se lo acercó a los labios y en el instante mismo en que  fue a encenderlo desapareció a la carrera y cerró con un portazo. Me quedé para siempre con su pitillera. Me quedé para siempre con esa sensación del orgullo perdido... y me quedé, hasta hoy, con un cigarrillo perfectamente liado manchado en uno de sus extremos por el más maravilloso de los carmines rojos. Alguna vez la he vuelto a ver del brazo de algún conocido, sugiriendo no conocerme ni interesarse por mí. Me mira desde lejos, adquiere una expresión de estar pensando en el pasado y en seguida es sorprendida por su acompañante quien evita que de sus dos grandes ojos broten más recuerdos.

Aquel viejo tren que hoy dormita en su relax eterno es totalmente ajeno a nosotros. Él ha ido y venido tantas veces que duda de las capitales de provincia... trata de recordar las postales que fue coleccionando y las risas que le acompañaron en sus trayectos. Es terco en anquilosarse y oxidarse y más aún en recordar el asiento que ocupaste en tu huida. Es severo en su juicio de valor y concreto en su sentencia, pero es un tren y nadie se para a escucharle.

Con el tiempo reencontré el orgullo debajo de la cama, junto a una nota tuya que decía “te odiaré amando por siempre”. A aquello siempre le correspondía una contestación mía que ya he olvidado. Tu cigarro, tu último cigarro que me queda se consume poco a poco entre mis dedos, dibujando, bucólicamente, figuras extrañas con el humo. Te quise tanto, odiando o queriendo, tanto... que se me consume, te me consumes, entre los dedos...